Querida Sonia:
Desde hace mucho tiempo me atormenta la discordancia entre mi vida y mis convicciones. Obligaros a vosotros a modificar vuestra vida, vuestros hábitos, a los que yo mismo os acostumbré, no he podido; y tampoco he podido abandonaros, pensando en que privaría a los niños, mientras éstos fueron pequeños, de esa pequeña influencia que yo podría tener en ellos y que además, les causaría un dolor; pero ya no puedo seguir viviendo como he vivido estos últimos dieciséis años, ora luchando y exasperándoos, ora cayendo yo mismo en esas tentaciones a las que estoy acostumbrado y de las que me encuentro rodeado, y he decidido hacer en este momento lo que hace mucho tiempo deseo hacer: irme.
Como los hindúes que cuando llegan a los sesenta años se van al bosque, yo, como todo anciano religioso, quiero dedicar los últimos años de mi vida a Dios, y no al tenis, a bromas, a juegos de palabras o chismes, así que yo, que estoy por cumplir setenta años, con todas las fuerzas de mi alma anhelo esta tranquilidad, esta soledad y, si no una concordancia plena, por lo menos no una divergencia tan estridente entre mi vida y mis convicciones, entre mi vida y mi conciencia.
Si lo hiciera abiertamente habría súplicas, recriminaciones, discusiones, quejas, podría perder fuerza y no llevar a cabo lo que he decidido, y es algo que debo hacer, Y, por eso, por favor, perdonadme si esta acción os hace daño, y que vuestra alma, sobre todo la tuya, Sonia, permita que me vaya, y no me busques, y no te lamentes, y no me condenes.
El hecho de que me haya ido no demuestra que estuviera yo descontento contigo. Sé que no podías, literalmente no podías ni puedes ver ni sentir como yo, y por lo tanto no podías ni puedes cambiar tu vida y hacer sacrificios en aras de algo que tú no reconoces. Y por lo tanto no te condeno, al contrario, con amor y gratitud evoco los largos treinta y cinco años de nuestra vida en común, sobre todo la primera mitad de este tiempo, cuando tú, con la abnegación maternal que caracteriza tu naturaleza, con enrome energía y firmeza llevaste a cabo aquello para lo que creías estar hecha. Me diste a mí y al mundo lo que podías darnos; nos diste mucho amor maternal y abnegación, y es imposible no apreciarte por ello. Pero durante el último período de nuestra vida, desde hace quince años, nos hemos ido separando. no puedo reconocerme culpable porque sé que no cambié para mí ni para la gente, sino porque no podía ser de otra manera. No puedo culparte por no haberme seguido, te doy las gracias y te recuerdo y recordaré con amor cuanto me diste. Adiós, Sonia querida.
Sinceramente tuyo.
Lev Tolstói